lunes, 15 de marzo de 2010

Rommel VIII


El 21 de junio, Churchill se encontraba en Washington tratando junto con Roosevelt los planes sobre las futuras operaciones de los aliados. Repentinamente, se acercó un oficial al presidente norteamericano y le alcanzó un papel. Este lo leyó, lo leyó una segunda vez y, sin preámbulos de ningún tipo, se lo paso al premier británico.

“Se ha rendido Tobruk y se han tomado 25.000 prisioneros” leyó el inglés (en realidad fueron mas de 30.000)

Churchill inicialmente se mostró incrédulo. Pidió confirmación a Londres y esta llegó a los pocos minutos. En ella, el almirante Hartwood señalaba:

“Ha caído Tobruk. Situación tan deteriorada que cabe posibilidad de intenso ataque aéreo contra Alejandría en futuro próximo. Como cerca luna llena, envió todas las unidades de la flota oriental al sur del canal en espera de acontecimientos”

El golpe fue demoledor. Tobruk, la fortaleza que el año anterior había resistido durante varios meses a las tropas del Eje, había cedido en esta ocasión al empuje italoalemán en tres días. El líder británico estaba desconsolado y el presidente estadounidense trató de levantarle el ánimo:

“¿Cómo podemos ayudarle?” Preguntó

“Dennos ustedes todos los Sherman de los que puedan disponer y envíelos de inmediato al Próximo Oriente” contestó decidido el inglés

A consecuencia de esta conversación, Roosevelt ordenó que se preparase todo lo necesario para que se despachasen inmediatamente 300 Sherman americanos a Egipto. Estos carros, junto con gran cantidad de pertrechos bélicos de otros tipos, iban a llegar a la zona en el momento crítico. El apoyo estadounidense a la causa británica en el norte de África empezaba a notarse de manera palpable justo cuando sus aliados más lo necesitaban.


¿Malta o Egipto?

Tras la toma de Tobruk, el alto mando germanoitaliano se enfrentó de nuevo al dilema de, o bien dedicar sus energías a tomar Malta deteniendo mientras tanto las operaciones del Panzerarmee; o bien centrarse en aprovechar el impulso de las victoriosas tropas de Rommel para tratar de expulsar a los británicos de Egipto, posponiendo el asalto de la isla para más adelante. El suabo se decantaba por esta segunda opción ya que entendía que dar un respiro a los ingleses suponía perder la iniciativa que tanto le había costado conseguir. Era obvio que los anglosajones, con el apoyo de los suministros americanos que estaban empezando a llegar en gran cantidad, estaban dispuestos a hacerse fuertes en Egipto y a impedir el paso a los soldados del Eje. Y cuanto más tiempo diesen a los Tommys, mejor preparados estarían estos para enfrentarse a los italogermanos. Por ello, aunque con algunas opiniones en contra (como la de Kesselring que optaba por lanzarse a por Malta), tanto Hitler como Mussolini dieron su visto bueno a Rommel para que continuase su avance.

Al suabo su instinto le decía que había que darse prisa. Los británicos, gracias al continuo flujo de suministros que recibían, no tardarían en estar recuperados de sus recientes derrotas. Al Panzerarmee, por el contrario, los pertrechos y refuerzos le llegaban con una lentitud preocupante. El teatro africano era continuamente puesto en segundo planto en beneficio del frente ruso. En este, la Wehrmacht lanzaba el 28 de junio su segunda gran ofensiva contra la Unión Soviética: la operación azul; el plan con el que los alemanes pensaban acabar definitivamente con el imperio de Stalin y que, a la postre, les llevaría a perecer entre la ruinas de la ciudad rebautizada con el nombre el dictador bolchevique.

Pero para esto todavía faltaban varios meses. Y todavía, a comienzos del verano de 1942, parecía que nada iba a poder frenar la victoriosa marcha de las tropas germanas tanto en Rusia como en África.


El final del camino: la primera Batalla de El Alamein

Tras recibir la conformidad de Hitler y Musolini, Rommel se puso nuevamente en marcha. El comandante del Panzerarmee estaba convencido de que no era conveniente conceder ni un minuto a los anglosajones ya que cada día que pasase estos se harían más fuertes. El tiempo, como siempre, volvía a correr en contra del Zorro del Desierto. Y, para complicar más las cosas, la posición del Eje era extraordinariamente precaria. En aquellos momentos, los italogermanos contaban con apenas medio centenar de tanques y con tan disminuidas fuerzas de infantería que, por mucha prisa que se diesen, iba a ser extraordinariamente difícil triunfar sobre sus adversarios.

Los acontecimientos iniciales parecieron dar la razón al mariscal germano. Tras reanudar su marcha, los soldados del Eje lograron otra victoria al rodear y tomar Marsa Matruh, ya en territorio Egipcio, el día 29 de junio. Al día siguiente, las tropas germanoitalianas llegan El Alamein. En esta zona, situada a unos 100 km al oeste de Alejandría, el frente queda reducido a un cuello de botella de 60 km entre el mar al norte y la depresión de Kattara -un terreno arenoso y pantanoso impracticable para los ejércitos- al sur. Y en ese estrecho frente fue donde los británicos se posicionaron para volver a presentar batalla.

Rommel llegó a el Alamein con unas fuerzas reducidas hasta el extremo: menos de cincuenta tanques y 18.000 soldados agotados hasta la extenuación. Sus enemigos alineaban frente a él 40.000 hombres y 150 carros. Además, contaban con alrededor de 800 cañones. Rommel era consciente del desequilibrio de fuerzas, pero se lanzó al ataque confiando en que se pudiese desbordar la posición de El Alamein gracias a la superioridad de maniobra de sus tropas. Se equivocó. El suabo atacó “en caliente” tan solo 24 horas después de alcanzar la posición, el día 1 de julio, pero fracasó. Un intento de relanzar la ofensiva realizado la jornada siguiente fue igualmente frenado por los soldados del Imperio Británico.

Los ingleses sabían que se estaban jugando su supervivencia en Egipto. Su posición no solo en el norte de África, sino en todo el Oriente Próximo, se vería desmontada si Rommel conseguía pasar de El Alamein. Por ello, pusieron toda la carne en el asador para frenar al general germano. Para apoyar a las tropas de tierra, la RAF desplegó en la zona todo lo que fue capaz de conseguir. Esto, unido al hecho de que los aviones británicos operaban desde bases muy cercanas al frente, dio a los anglosajones una superioridad aérea apabullante. Los aparatos ingleses se mostraban eficaces en extremo a la hora de desarbolar las formaciones enemigas. La Luftwaffe, por el contrario, operaba desde aeródromos muy lejanos a la zona de combate y se reveló como incapaz de hacer sombra a sus adversarios. En tierra, los soldados del VIII Ejército se mantuvieron fuertes en sus posiciones defensivas y no dejaron que los ataques de Rommel les hiciesen flaquear. Para el mariscal aleman, aquello era una mala señal. Los británicos se estaban mostrando mas firmes que de costumbre. Algo no marchaba bien. Al Panzerarmee le empezaban a fallar las fuerzas.

Rommel se decidió a dar a sus hombres un respiro y no volvió a pasar a la ofensiva hasta el día 10. No obstante, esta maniobra se vio frustrada porque sus oponentes se lanzaron preventivamente contra las divisiones italianas Trento y Sabratha. Los días 15, 16 y 17 fueron los australianos y los neozelandeses los que atacaron a las tropas del Eje, forzando al Panzerarmme a emplearse a fondo para detenerlos. Le gustase o no, Rommel había perdido la iniciativa. Los italogermanos no consiguieron en ningún momento romper el frente enemigo y se enzarzaron en un toma y daca contra fuerzas numéricamente superiores que además tenían mucha más facilidad para reponer sus bajas.

Las fuerzas de Rommel continuaban padeciendo su habitual escasez de suministros. Los pertrechos del Eje sufrían un problema similar al apoyo aéreo. Eran desembarcados en puertos que estaban muy alejados de la zona de combate y debían ser trasladados durante centenares de kilómetros por carretera, desde los puertos hasta el frente. Y esta situación se agravaba con cada avance. Cuantos más éxitos conseguía el Panzerarmee y más se alejaba hacía el este, más aumentaban sus problemas logísticos y sus dificultades para seguir en pie de guerra.

El día 17 visitaron a Rommel los generales Kesselring y Cavallero, interlocutores ante los que el suabo no se anduvo con rodeos.

“Si no se hace algo decisivo en el aspecto del aprovisionamiento, estamos ante una derrota total”.

Pero la situación apenas mejoró. Los días 21 y 22 se repitieron los ataques de los neozelandeses y australianos que, si bien lograron ser detenidos por la 21ª Panzer, mostraron definitivamente a las claras que no sería posible atravesar El Alamein en una batalla rápida. El estancamiento, precisamente la situación que el mariscal germano había deseado evitar, era un hecho.

Para empeorar más las cosas para Rommel, su unidad de interceptación de mensajes fue destruida en esta batalla. A esto se unía el hecho de que la fuente que le pasaba informes desde el Cairo se silenció el día 29, justo antes de iniciarse los combates por El Alamein.

Finalmente, tras los últimos enfrentamientos se produjo una pausa en los combates, pausa que ambos bandos necesitaban. La batalla, que pasaría a la historia con el nombre de 1ª Batalla de el Alamein, termino en tablas, pero este era un resultado engañoso. Aunque las bajas en ambos bandos fueron similares, el panorama en conjunto era mucho peor para el Eje que para los anglosajones. Rommel no sabía cuando iba a poder recuperarse de sus pérdidas, mientras que sus enemigos recibían continuamente tropas de refresco y suministros desde todos los territorios y aliados británicos. Los pertrechos bélicos estadounidenses estaban asimismo llegando en gran cantidad a Egipto para apoyar el esfuerzo de guerra de sus compañeros de armas.


Los refuerzos del Panzerarmee por el contrario llegaban con cuentagotas. Había recibido por aire una división ligera y una brigada paracaidista, pero ninguna de estas unidades disponía de armamento pesado. Llegó también al frente la división acorazada italiana Littorio. Asimismo, empezaron a hacer su aparición nuevos carros alemanes a la zona. Pero, pese a los refuerzos, el cansancio empezaba a hacer mella en sus hombres, e incluso en el propio Rommel, quien el 7 de agosto escribía a su mujer:

“Con que alegría pegaría un salto y me plantaría en Alemania. Pero hay demasiadas cosas que dependen de las próximas semanas”.


Montgomery entra en escena

El mismo día en que Rommel escribía a su esposa haciéndole saber sus ganas de volver al hogar, un caza alemán abatió un solitario avión de reconocimiento británico que transportaba al general Gott, militar designado por Churchill para comandar el VIII Ejército. Tras este percance el primer ministro británico, quién inicialmente no sentía ninguna predisposición a otorgarle a Montgomery el mando de esta formación, no tuvo otro remedio que reconsiderar su negativa y dar su brazo a torcer.

El nombramiento de Montgomery fue conocido por los alemanes el 15 de agosto. Nada más enterarse de la noticia, Rommel se hizo traer toda la información que hubiese disponible sobre este nuevo adversario. Tan pronto como la hubo revisado, concluyó:

“Es precavido. No corre ningún riesgo. Su fórmula es la superioridad material. Es un hombre peligroso.”

El juicio era acertado. Los británicos iban por fin a estar comandados por alguien que iba a saber aprovechar la superioridad de la que, tanto en términos humanos como materiales, gozaban. Montgomery estaba decidido a mantenerse en El Alamein hasta que esta superioridad fuese tan aplastante que pudiese abalanzarse sobre el Panzerarmee y partirle el espinazo a la formación italogermana. Y con la gran cantidad de material bélico y tropas que en aquel momento estaban desembarcándose en Egipto, esa situación se daría más temprano que tarde. Rommel decide entonces embarcarse en su última gran jugada. El tiempo apremia y sus informes le indican que para mediados de septiembre la fuerza del VIII Ejército puede ser tal que sea imposible hacerle frente. Por ello, con un ojo en el reloj y otro en el indicador de gasolina, Rommel ordena lanzarse al ataque el 30 de agosto de 1942. Pero esta vez la fortuna no le iba a sonreír al germano.

El último intento de Rommel por desbordar la posición de El Alamein no fue bien. Solo disponía de 470 carros (200 de ellos alemanes) frente a los 700 de Montgomery. El suabo trató de repetir la maniobra de Gazala: amagar en el norte y golpear en el sur. Pero su cauto rival le estaba esperando. Los servicios de espionaje aliados habían alcanzado a estas alturas del combate una efectividad muy superior a la de sus enemigos, lo que daba lugar a que el comandante del Panzerarmee fuese un jugador con cartas marcadas. Sus planes eran conocidos de antemano por sus enemigos, quienes no se dejaron impresionar por las maniobras de distracción en el norte del frente y dedicaron toda su atención a frenar las embestidas del mariscal germano en el sur, en la zona de Alam Halfa. El resultado fue que el ataque fracasó en menos de 72 horas. El suabo, al ver que el enemigo no cedía, dio por terminada la batalla el día 2 de septiembre. Rommel comprendió acertadamente que no tenía sentido continuar empeñándose en atacar un muro cuando era evidente que no tenía fuerzas para romperlo. Por ello, desistió de continuar cuando sus pérdidas todavía no eran graves.

Y ahora la pregunta: ¿cuales fueron las causas de la derrota de Rommel en el Alamein?
Básicamente, pueden resumirse del siguiente modo:

-Las unidades del Eje andaban escasas (incluso más de lo habitual) de suministros y, en especial, de gasolina. Esta escasez dificultaba sobremanera las maniobras del Panzerarmee.

-La potencia aérea aliada. La RAF, por primera vez en la contienda, consiguió una superioridad aérea total en la zona. Los aparatos ingleses hostigaban continuamente a las formaciones italogermanas y las fuerzas aéreas del Eje se mostraron incapaces de enfrentarse con efectividad a los aviones de sus enemigos.

-El espionaje británico. Los ingleses habían logrado que sus servicios de información se enterasen de los movimientos y plantes de sus adversarios con una exactitud impresionante. Montgomery conocía perfectamente las intenciones de Rommel, lo que privó a este de una de sus armas clave: la sorpresa.

-Y por último, Montgomery. El general británico estaba decidido a no seguir lanzando al combate formaciones fraccionadas frente a las que Rommel pudiese lograr victorias. Por el contrario, sabiendo que sus tropas eras superiores en número y estaban mejor pertrechadas, optó por una estrategia que no era en absoluto audaz, pero que, a la larga, le garantizaba la victoria. Esta consistía en mantenerse firme en unas posiciones defensivas fuertes frente a un enemigo del que se conocían los planes y que, además, era inferior en número. El inglés esperaba detener a los italoalemanes en una batalla a la contra tras la que, una vez que se hubiese terminado con la capacidad ofensiva de sus adversarios, sería el momento de lanzar sus unidades al ataque.

El historiador y militar británico David Fraser añade además otra razón. Según él, Rommel “por primera vez en su vida, no creía en lo que estaba haciendo”. Y posiblemente tenga razón. Dados los factores mencionados anteriormente, lanzarse a la ofensiva era algo inusual, incluso para Rommel. El problema es que no tenía otra alternativa. Haber permanecido ante El Alamein sin atacarlo hubiese supuesto que a la larga los británicos serían lo suficiente fuertes como para arrollarle. Es decir, en definitiva, una vez frente a El Alamein, al germano no le quedaba más opción estratégica que atacar a sus adversarios e intentar tomar la posición y sobrepasarla. Hoy sabemos que el mariscal alemán no ganó, y ni siquiera estuvo cerca de alzarse con la victoria, pero esto no implica que en la situación en la que se encontraba -incluso con todos los factores en contra que hemos mencionado- la opción de atacar fuese en absoluto inadecuada. De hecho, era la única manera de actuar en la que cabía pensar si todavía se pretendía lograr una victoria estratégica en África. Y Rommel ya había logrado éxitos en situaciones desventajosas.

Rommel se había enfrentado a fuerzas superiores en los meses previos y había salido victorioso en muchas ocasiones. Rommel siempre había estado escaso de gasolina y, por lo general, logró encontrar el modo de forzar a sus tropas a avanzar manteniendo el ritmo. Rommel continuamente había adolecido de peores servicios de información que los británicos y, a pesar de ello, consiguió ejecutar sus ataques en medio de una sorpresa absoluta de sus adversarios. Pero en El Alamein todo esto se acabó. Era demasiado, incluso para Rommel. Al Zorro del Desierto no le quedaba ningún triunfo por jugarse y no pudo hacer frente a todos los factores que tenía en su contra en el campo de batalla Egipcio. Con su derrota, el Eje perdió definitivamente cualquier posibilidad de lograr un desenlace decisivo favorable a su causa en el norte de África.

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